La Navidad encierra un secreto que, desgraciadamente, escapa a muchos de los que en esas fechas celebran “algo” sin saber exactamente qué. No pueden sospechar que la Navidad ofrece la clave para descifrar el misterio último de nuestra existencia. Generación tras generación, los seres humanos han gritado angustiados sus preguntas más hondas sobre el sufrimiento, la frustración, la muerte… Ante estas y otras muchas preguntas, parece que Dios guarda un silencio impenetrable.
Sin embargo, en Navidad, Dios ha hablado. Y no nos ha hablado para decirnos palabras hermosas, sino para decirnos: “La Palabra de Dios se ha hecho carne”. Es decir, más que darnos explicaciones, Dios ha querido sufrir en nuestra propia carne nuestros interrogantes, sufrimientos e impotencia. Dios no da explicaciones sobre el sufrimiento, sino que sufre con nosotros. No responde al porqué de tanto dolor y humillación, sino que él mismo se humilla. No responde con palabras al misterio de nuestra existencia, sino que nace para vivir él mismo nuestra aventura humana.
Eso lo cambia todo. Dios mismo ha entrado en nuestra vida. Es posible vivir con esperanza. Por eso Navidad es siempre para los creyentes una llamada a renacer. Una invitación a reavivar la alegría, la esperanza, la solidaridad, la fraternidad y la confianza total en el Padre.
La Navidad nos obliga a revisar ideas e imágenes que habitualmente tenemos de Dios, pero que nos impiden acercarnos a su verdadero rostro. Dios no se deja aprisionar en nuestros esquemas y moldes de pensamiento. No sigue los caminos que nosotros le marcamos. Dios es imprevisible. Lo imaginamos fuerte y poderoso, majestuoso y omnipotente, pero él se nos ofrece en la fragilidad de un niño débil, nacido en la más absoluta sencillez y pobreza. Lo colocamos casi siempre en lo extraordinario, prodigioso y sorprendente, pero él se nos presenta en lo cotidiano, en lo normal y ordinario. Lo imaginamos grande y lejano, y él se nos hace pequeño y cercano.
La Navidad nos recuerda que la presencia de Dios no responde siempre a nuestras expectativas, pues se nos ofrece donde nosotros menos lo esperamos. Ciertamente hemos de buscarlo en la oración y el silencio, en la superación del egoísmo, en la vida fiel y obediente a su voluntad, pero Dios se nos puede ofrecer cuando quiere y como quiere incluso en lo más ordinario y común de la vida.
Ésta es la fe revolucionaria de Navidad, el escándalo más grande del cristianismo, expresado de manera lapidaria por Pablo: “Cristo, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de siervo, haciéndose uno de tantos y presentándose como simple hombre” (Filipenses 2,6-7).
El Dios cristiano no es un Dios desencarnado, lejano e inaccesible. Es un Dios encarnado, próximo, cercano. Un Dios al que podemos tocar de alguna manera siempre que tocamos lo humano. Por eso Jesús no nació en un Templo, ni en un lugar sagrado y, menos aún, en un palacio. Así nos está diciendo que lo que él trajo al mundo se tiene que vivir, no sólo desde lo humilde y lo sencillo, sino además desde lo laico, lo profano, desde lo más vulgar y cotidiano. Desde la vulgaridad sublime de un establo. Esta es la señal: “un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Con esto está dicho todo.
De todo corazón, amigo, amiga, les deseo que este Dios que nace cada día en tu corazón, lo hagas presente en tu vida y en la de los que te rodean.
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